Las aventuras de Cristina
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Cristina es una opositora de 25 años, alta y atlética. Tiene el pelo corto y rubio. Todos los días sale hacia la academia donde estudiaba la oposición, después de comer entrenaba de tres a cinco veces por semana para mantenerse en forma.

Soy una chica poco habladora, pero siempre tengo estos ojos verdes bien abiertos durante las explicaciones del profesor. En la clase solíamos ser unos diez, no hacían grupos más grandes porque se supone que la compresión y el aprendizaje son mejores en grupos reducidos, aun así, había visto al profesor muy atento siempre conmigo.

Aquel viernes habíamos quedado para ir a tomar algo con los compañeros, el examen estaba cerca y muchos salían fuera de la ciudad los días de semana santa uniéndose así, como día excepcional Carlos, el profesor. Había dos chicas más, Ana y Helena, ambas parecían amigas y habían entablado algún día conversación conmigo, no parecía que tuviesen demasiada afinidad, pero al menos no me hacían el vacío.

Nos sentamos todos juntos en varios taburetes de aquel local. El interior era de madera, parecía estar hecho con barriles, un lugar muy acogedor. Todos hablábamos sobre los lugares donde iríamos estos días, aunque algunos se atrevían a contar sus planes a largo plazo.

Ana y Helena, hablaban de ropa y de chicos mientras yo guardaba silencio bajo mi tímida sonrisa. Miraba a todos nuestros compañeros y en realidad quería que pasara el rato cuanto antes. Carlos, el profesor me acercaba todos los días en su coche al centro.  Había un compañero que me miraba demasiado, habíamos cruzado unas pocas palabras pero aun así decidió invitarme a mi Coca cola.

  • Oh, gracias, no tenías por qué hacerlo. Le dije con una sonrisa, a lo que él respondió.
  • Todo ángel necesita un demonio que le invite a un café y en este caso, a una coca cola. Dijo guiñando un ojo.
  • Pues gracias de nuevo, muy amable. Chocamos los vasos a modo de brindis y ambos dimos un buen trago a nuestras bebidas.

La reacción de mis compañeros ante tal piropo fue de risas y de meterse con Javier, mientras que Carlos no puso buena cara y me dio la espalda, supongo que a él también le había llamado la atención tal gesto.

  • ¡Por nuestro gran y prometedor futuro! Dijo Helena levantando su vaso.
  • ¡Nos nosotros! Dijo Ana.
  • ¿Por nosotros? Noo, ¡Por las damiselas en apuros que salvaremos! Añadió Ángel en tono guasón.
  • Serás tú, ángel de amor… quien salve, o más bien ¿Tendremos que cubrirte las espaldas nosotras? Helena hizo el teatrillo.

En aquel momento todo eran risas menos una pequeña tensión que me pareció ver en Carlos. Me dio la espalda y se puso hablar con uno de mis compañeros sobre política. Carlos era un hombre  moreno, musculoso y robusto, de unos 35 años, muy bien físicamente ya que también daba clases de defensa personal en un Gimnasio de la zona. Corrieron dos rondas más, yo ya no podía beber otra coca cola, con dos era suficiente así que decidí acabar la noche con un chupito a elección del camarero, preparo once vasitos y los lleno con un par de licores, tenía un olor fuerte y a la vez dulce, tomamos nuestros vasos y no tardamos en beberlos de un solo trago…

La hora de ocio había acabado así que me coloque la cazadora, agarre mi bolso y me despedí de todos ellos.No había dado más de diez pasos por la acera, y alguien me agarro del hombro firmemente, era Carlos.

  • Espera, que yo también me voy. Cuando me he dado cuenta ya no estabas. Agrego.
  • Te vi entretenido y no quería molestar. No te preocupes se llegar yo sola a mi casa y me apetece caminar.
  • Está bien, pues si es así, me voy dentro a acabar mi cerveza. Se giró sin decir nada más y se fue hacia el bar.

Cristina continúo su camino hacia su casa echando algún vistazo que otro a las tiendas que se encontraba por el camino. De pronto un whatsup llega a su móvil.

Carlos profesor:      Esto ya ha acabado. Creía que hoy sería un buen día para pasar un rato juntos.                                                      Tenía algunas sorpresas para ti. ¿Estas lejos?

Cristina se pensó varias veces si contestar, ya que le apetecía charlar un rato.

Cristina:       Estoy de camino a casa a unas dos calles del bar,  si no tardas mucho, podemos vernos unos minutos. ¿Tardas mucho?

Carlos profesor:            Espero que estés lista para lo que te tengo preparado. Voy para allí.

Casi se podía escuchar la respiración agitada de Cristina, La música de sus cascos no hizo más que aumentar su excitación. La casi imperceptible vibración del móvil entre sus dedos volvió a llamar su atención. Podía imaginarlo todo, leyó el mensaje en su móvil otra vez, siguió caminando y consiguió reprimir una sonrisa sibilina.

Carlos profesor: Sigue caminando, en unos tres minutos llegare con el coche. Te subirás e iremos a mi casa. ¿Entendido?

Pude sentir de nuevo la embriagadora sensación al recordar mis uñas clavándose en la espalda masculina, y fantaseó con estar rendida y enjaulada entre sus cuatro extremidades, acorralada como la presa de un gato en celo. Revivió mentalmente las dulces sensaciones que le provocaba. Mala idea. Muy mala idea, el calor entre sus piernas aumentó y se hizo más consciente del roce del encaje del sujetador sobre sus pezones cuando contesto.

Cristina:       Claro.

                   Ansiosa de someterme a tus caprichos y de tus sorpresas.

                   No tardes.

No había vuelta atrás, estaba ansiosa, nerviosa y excitada. Tras unos metros caminando, Carlos se acercó con el coche y desde dentro abrió la puerta para que Cristina se subiese. Ella al verle se removió un poco y tomo asiento en el lado del copiloto.

  • ¿Qué tal el día? Le pregunto sin mirarla, atendiendo al denso tráfico de la hora punta.
  • Bien, aunque en este último rato excitada y nerviosa. Dije aún más nerviosa.
  • ¿Excitada? Quiero que lo compruebes. Tócate y dime lo mojada que estás.

Cristina miró al techo del coche y soltó una risita pícara. La excitación era aun mayor cuando él le pedía que hiciese esas cosas.

  • No es necesario. Te aseguro que lo estoy.
  • Métete los dedos y dime lo mojada que estás. La autoridad de su voz no palidecía.
  • Hazlo, despacio. Con las yemas de tus dedos. Primero acaríciate el interior de los muslos y ve subiendo despacio hacia tu entrepierna.

No era la primera vez que lo hacía. Me acaricie la suave piel desnuda, por encima de la línea de las medias, y lleve dos dedos hasta la entrepierna de entre mis bragas. Desplace la tela, y comencé a acariciarme abarcando el clítoris y la hendidura. Estaba húmeda y endulzada.

  • Estoy empapada. Volví a decir y mi excitación se disparó, sin posibilidad ni deseo de controlarme.
  • No puedo esperar a arrancarte esas bragas y comprobarlo con la boca yo mismo mis dedos arden de deseos de recorrer los rincones por donde tú mismas lo estás haciendo. Respondió Carlos.

Cristina reprimió un gemido y profundizó con sus dedos un par de centímetros más. Carlos la miro severamente…

  • ¿Alguien te ha dado permiso para masturbarte? Detente ahora mismo.
  • Estás loco. Jadee…

¡Cabrón!”, pensó Cristina. Retiró los dedos de su interior y limpió la humedad de su sexo en la boca, mientras sentía crecer su irritación. Frotó sus muslos, intentando apagar el fuego entre ellos. Sabía que me estaba provocando a propósito y esboce una sonrisa torcida. Me lo haría pagar en la cama. Y ya no quedaba mucho para llegar.

Aparcó frente a la entrada, y se ciñó la chaqueta. Hacía frío aunque casi estábamos en primavera. Abrió la puerta rápidamente, y me vi arrastrada hacia adentro por Carlos, que me placó contra la entrada.

  • Te has portado muy mal hoy. Murmuró sobre sus labios.

Su rodilla se abría paso ya entre sus muslos para abrirle las piernas y sus manos tiraban de la ropa. Cristina se aferró a sus bíceps, para no perder el equilibrio ante su empuje. Desabrocharon uno a uno los botones de su camisa y le acarició los pectorales. Deslizó las manos por su espalda hasta llegar a su culo y volvió a subir para arriba hasta llegar al mismo punto de partida. Soltó un gruñido mientras la despojaba de la camiseta a tirones y le quitaba la falda…

  • Así que ahora aceptas que te paguen la coca colas estando yo delante ¿eh? Me dijo con tono enfadado.
  • Insistió, y ¿ por qué no? si solo somos compañeros. Le dije.
  • He visto cómo te mira en clase ¿acaso tú no te has dado cuenta? Me pregunto.
  • No, ya te he lo he dicho, solo somos compañeros.
  • He pasado todo este rato pensando en cómo castigarte por ello.
  • ¿Castigarme? pregunte con una sonrisa angelical.
  • Sí. He tomado medidas para que no se repita.

Se apartó un poco y sacó del bolsillo de su pantalón vaquero unas tiras de satén de color negro. Cristina sintió el núcleo de su placer vibrar con rabia ante la visión de las ataduras. Estaba a punto de abrirle la puerta de su sumisión, una cesión de poder que ella conocía. Carlos disfrutaba haciéndola esperar, Jugaba con su voluntad de la misma manera que jugueteaba con las cintas de seda entre sus dedos, saboreaba la incertidumbre. Esperaba con impaciencia el momento en que él me inmovilizara. Lanzó una mirada hacia la habitación, ansiosa por ir, pero no se movieron de donde estaban. Sin tregua, Carlos volvió a estrecharla contra la puerta de entrada. Por un momento, sólo existieron las respiraciones entrecortadas, la humedad batallando en un duelo de titanes, y la erección presionando su abdomen. Un beso lánguido, lascivo, provocó que Cristina jadeara sin control. De pronto, todo resquicio de igualdad en la guerra despareció. Carlos la agarró con fuerza de las muñecas y le lanzó una mirada de advertencia, inclinando la balanza a su favor.

  • Sabes que te has ganado un castigo.

Cristina permaneció en silencio y se mordió el labio en un intento de ocultar el placer, tintado de cierto temor, que le causaban sus palabras. Asintió sin decir nada, clavando sus ojos verdes en los de Carlos, que la miraban oscuros y llenos de determinación.

—Quédate quieta. Ordenó.

Su voz tomó esa autoridad que empezaba a generar en ella el impulso irracional de complacerlo. Y obedeció. Se esforzó en permanecer inmóvil pese a que él ya la había soltado, pese a que sus manos clamaban por acariciar su cuerpo y su sexo deseaba sentirse penetrado.

El tacto casi líquido de la seda fría sobre sus muslos le erizó la piel. Carlos deslizó la tela por su monte de Venus, con lentitud premeditada. Ascendió por su abdomen, y rozó sus pezones varias veces hasta que estos se erizaron con el suave contacto. Después, siguió por su cuello y Cristina ladeó la cabeza, removiéndose y suspirando excitada, a la espera del siguiente movimiento.

Insistió Carlos al ver que temblaba. Continuó su camino por el delicado interior de sus brazos, y le rodeó las muñecas con las cintas. Cristina forcejeó un poco, no intentó separar las manos, pero la tela se clavó en su piel. Carlos esbozó una sonrisa torcida al comprobar su lucha y tiró de los extremos de las cintas para acercarla a él.

Cristina inhaló con violencia cuando, inesperadamente, él abrió la puerta de entrada. Una bocanada de aire gélido colisionó en un contraste brutal con el calor de su cuerpo. Atemorizada por un segundo, ¿dónde pensaba llevarla? Ni siquiera habían salido del vestíbulo. Pero Carlos volvió a cerrar la puerta y las ataduras quedaron enganchadas entre el marco y la puerta. Los brazos de Carolina colgaban de ellas. No consiguió nada. La adrenalina inundó su torrente sanguíneo. Estaba inmovilizada por completo.

  • No vas a ir a ninguna parte. Susurró Carlos con determinación.

Verse indefensa, junto a una voz aterciopelada y la sonrisa perversa de Carlos la excitaron aún más. Frotó sus muslos uno contra otro en un intento de calmar el deseo. Él percibió el gesto y deslizó una mano cálida por su piel hasta curvarla con fuerza contra su entrepierna. Cristina exhaló un gemido de alivio y cerró los ojos. Era exactamente lo que necesitaba.

  • Me encanta ver lo húmeda que estás. Pero ahora vas a sufrir. Murmuró acariciando con dedos firmes y suaves su entrada húmeda, y apoyando el talón de la mano sobre su clítoris.
  • Antes de que termine contigo vas a suplicar, Cristina.  Antes de que se acabe la noche, te aseguro que vas a suplicar que te folle. Hizo una pausa, intensificando el trabajo de su mano, para recalcar el significado de sus palabras. Sus labios adquirieron un gesto depredador.

Ella ignoró la amenaza. Estaba demasiado pendiente de esa mano en su sexo. Era delicioso. Las yemas de dedos de Carlos acariciaban con dedicación la hendidura entre sus pliegues, haciendo que su pelvis se convirtiera en miel caliente. Con la otra mano, recorrió su abdomen, dibujó el contorno de sus costillas y llegó a un pezón, el que lamio y mordió durante varios segundos.

  • Ah… cabrón… jadeó Cristina al sentir el pellizco sobre la sensible cima. El dolor, mezclado con el placer, la inundó en una corriente eléctrica.

Unos segundos más, un roce más, unos milímetros más para dejarse caer y liberar toda la contención del coche, en el que tuvo prohibido tocarse. Pero un castigo es un castigo.

Carlos rompió el contacto de manera brusca. Cristina masculló una protesta e intentó avanzar hacia él, hambrienta, en un movimiento involuntario que se vio retenido por las ataduras.

  • Cabrón… repitió, sin fuerzas, clamando por un clímax y el sudor brotando de su piel.

Carlos volvió y esbozó una sonrisa, casi condescendiente. Deslizó las manos por el cuerpo de Cristina y se detuvo en su cintura, empujando contra la puerta. Ella volvió a cerrar los muslos en otro intento desesperado por aliviarse, pero descubrió sus intenciones.

  • Te he dicho que no te muevas. Cristina volvió a gemir, su voz era adictiva.

Casi podía sentir la lengua en su interior. Dejarse caer en la autoridad de sus palabras la excitaba aún más.

  • Abre las piernas. Ordeno.

Carlos se alejó,  y ella sorprendida por su abandono, suspiro. No fue muy lejos. Lo vio traer una barra separadora de la que pendían dos tobilleras.

  • ¡No! protestó, en un intento inútil de detenerlo.

Pero Carlos se arrodilló frente a ella y fijó sus tobillos sin dificultad, separándolos alrededor de un metro. No podía cerrar las piernas. Percibió la humedad caliente descender por la piel sensible del interior de sus muslos y se retorció al sentir el aliento cálido de la boca masculina, situada a tan solo unos milímetros de mi sexo.

  • ¡Carlos! Grite, cuando él hundió la cara entre mis piernas.

Cristina se tensó. La lengua recorrió sus labios  y lamió la hendidura de camino hacia el clítoris lamiendo una y otra vez, saboreando su clítoris humedecido y sus labios  por el deseo en ese momento. Ella tiró de las cintas, ansiando enterrar los dedos en su pelo, pero las ataduras frustraban sus esfuerzos. Carlos la aferró del culo, inmovilizándola aún más,  para dejarla completamente a su merced mientras su lengua la penetraba de manera infatigable.

Cristina cerró los ojos, conteniéndose. Intentaba controlar su instinto con todos los medios a su alcance, racionalizar la excitación y las sensaciones para evitar la carrera desesperada hacia el orgasmo, pero Carlos no se lo permitía. Cuando sintió los dedos entre sus glúteos, dejó escapar un grito.

Él empapó las yemas en su humedad y tanteó en mi orificio anal, recrudeciendo la placentera tortura. La penetró tan sólo unos centímetros, mientras su entrada vaginal era paladeada por la lengua una y otra vez. El orgasmo pendía de nuevo de un delgado hilo de voluntad y el gruñir excitado la hizo retorcerse hasta el dolor y de placer, que sensación, yo misma no sabía cuál de las dos predominaba pero Carlos sí, sí que lo sabía, prevalecía el placer que él estaba dándole.

  • Fóllame… dejó escapar Cristina con la desesperación de que la hiciera suya.

El hundió dos dedos en su sexo, mientras la lengua seguía lamiendo su clítoris, y buscó la pared anterior de la vagina, acariciando con pericia el punto más sensible de su interior dándole a ella un placer divino.

  • Quiero que ruegues, Cristina.
  • ¡Estás loco! escupió ella
  • ¡Ah!. Volvió a gemir con fuerza, cuando él intensificó el trabajo en su interior.
  • Pídemelo, o te juro que te voy a dejar a medias.

Ella soltó un bufido, pero no pudo hacer nada por ocultar su lucha. Carlos  apoyó de nuevo la boca sobre su sexo y succionó su clítoris con fruición. Cristina se envaró entre sollozos. Las lágrimas se deslizaban por sus sienes, sus piernas apenas podían sostenerla, y su interior se contrajo rítmicamente de manera involuntaria. Necesitaba esa liberación.

  • Fóllame… Gimió, presa de la desesperación.
  • ¿Qué quieres, Cristina? Dímelo.
  • Fóllame. Ahora. Fóllame, fóllame…

Se desabrochó el pantalón. La visión de su erección, que sobre el bóxer negro  le  hizo un regalo, hizo que ella se deshiciera en deseo.

  • Así no se piden las cosas. dijo él.

Acariciando con el glande por encima de mi clítoris. Muy cerca, pero sin llegar a tocarlo. Me estremecí entre gemidos.

  • Pídelo por favor.
  • Por favor, Carlos. Por favor. Por favor .Obedecí sin ningún reparo.

Había perdido toda contención. Cualquier gota de vergüenza había desaparecido. Necesitaba sentirlo dentro. Necesitaba esa liberación. Coloco un condón y sin piedad, se enterró en mí en un solo y certero movimiento. El grito de alivio mezclado con dolor, me hizo perder el control. Comenzó a moverse en mi interior como un salvaje, levantándome sobre las puntas de los pies, y golpeando mi cuerpo contra la puerta.

Ella sentía que el mundo desparecía bajo sus pies. Estaba entregada. Haría cualquier cosa que él le pidiera. Sus gritos, llamándolo por su nombre y pidiendo más se mezclaban con los gruñidos primitivos de él, cuando ambos se vieron arrastrados por la furia de un clímax abrasador.

Por un momento, se desconectaron de la realidad y se volvieron instinto, dos animales exhaustos a merced de la pasión. El cazador y su presa. Ella ni siquiera percibió que Carlos ya había liberado sus tobillos y manos. Se dejó caer entre sus brazos masculinos, que la llevaban dirección a la habitación. El no dijo ni una sola palabra. Había conseguido su rendición y ahora, sonreía vencedor mientras la llevaba hasta la cama.

 

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